miércoles, 6 de agosto de 2014

Lágrima suelta

Le llamaban "lágrima suelta" porque lloraba, lloraba y lloraba sin parar. Nadie entendía bien por qué pasaba esto, ni siquiera su tía, que había llorado muchos días con sus noches como de nunca acabar.
Por lo que se sabía, la niña no tenía hambre, ni frío, ni dolores visibles. Algunos adultos pensaban que era una mezcla extraña de mimos con rebeldía. Otros se burlaban al ver cómo se engordaban las lágrimas en sus ojos, pues parecían globos a punta de explotar.
Ella decía: "no me digan lágrima suelta".
Y un día, estaba tan molesta con todos esos adultos que no la dejaban llorar en paz, que dijo: "con ustedes... no volveré a llorar".
Entonces las lágrimas se fueron poniendo flaquitas y se le entraron por sus ojitos de niña buena y al parecer esas lágrimas errantes y gordas, muy pocas veces han vuelto a brotar.

martes, 5 de agosto de 2014

La abuela generosa

La abuela mayor, era una hermosa mujer gordita, empolvada y generosa, sentada una gran silla de cuero verde y madera oscura, delicadamente tallada. Solía mantener su mirada unas veces en los recuerdos y en los sueños el resto del tiempo. Sólo cuando llegaban los niño,s volvía a mirar el presente, en especial, cuando llegaba el "palomito", que era su niño del alma, ya entrado en edad adulta. La abuela pensaba que ofrendar comida era dar vida a los demás. Por eso sus tazas eran más bien tazones y los platos, grandes bandejas decoradas a mano, como si fueran copiados de las extrañas formas de un coral.
En el comedor, habitaba su querida muñeca de cara de porcelana, cuerpo de trapo y vestido bautismal. Jamás se movió de allí y nunca nadie la cargó. Sólo vigilaba. A los niños les daba un poco de miedo esa muñeca que parecía con ojos de verdad.
Pero un día cualquiera, la abuela se enfermó. Enfermó tanto, tanto, que su palomo salía de noche a cuidarla y a decirle que la amaba demasiado. Y una noche… después de mucho cuidarla, la abuela se murió. Fue muy triste pero no demasiado, pensaron los niños.
En el ataúd estaba la abuela con su vestido de colores fuertes y chillones. Quedaba muy linda. La volvieron a empolvar como a ella le gustaba y le pusieron sus medias de seda para que pareciera que sólo se iba por un rato a pasear, aunque la verdad, a ella no le gustaba salir, y menos ir a los cementerios.
Entonces todos fueron a su funeral. Los asistentes estaban muy tristes. Una de las niñas pensaba que era muy miedoso caminar por ese cementerio de dos pisos porque era inevitable pisar las tumbas de muchos otros muertos. Ella creía que sus pies se le iban a contaminar de muerte y no quería que eso le pasara a tan corta edad. La verdad odiaba a la muerte y no le gustaba ir a ninguna de sus casas por más bonitas que las hubieran decorado.
Pasó un año, dos, tres y cuatro y del cementerio llamaron a decir que ya debían entregar el hueco que sirvió de tumba a la abuela. Eso se llamaba "sacar los restos".
Por una extraña razón, ya no fue tanta gente como al funeral. Como si a algunos ya los hubiera invadido lo que en Macondo conocían, como la enfermedad del olvido. Y la niña decidió que el "palomo", que era su padre, no podía irse solo al nuevo encuentro, con lo que perduraba de su amada madre.
Entonces, el sepulturero abrió el desvencijado y podrido ataúd y emergió una hermosa y última imagen de la abuela generosa y apacible. Era como una momia pero su vestido estaba intacto, igual de hermoso como hacía cuatro años. También lo estaban sus medias. Era increíble que en medio de tanto dolor revivido, la bella imagen lograra desfigurar al dolor con su cascada de recuerdos. Al moverla suavemente, para sacarla de ese cajón, el vestido desapareció. Primero fue polvo de colores y luego nada. Ahí estaba lo que aún quedaba de la abuela. Pero hasta después del final… fue la abuela más generosa, reservada y hermosa.

lunes, 4 de agosto de 2014

El niño que se volvió azul

Sólo tenía tres años. Desde que nació, su mamá lo cuidaba a cada paso para que no le pasara nada. Pero día tras día, su cuerpo y su espíritu iban cobrándole al universo más y más energías y por eso ya casi nadie lo podía parar.
Subía, bajaba, corría, se acostaba, lloraba, reía, jugaba, imaginaba, y volvía a correr, saltar, trepar, reptar, reír, cantar…
Ni siquiera la abuela María lo detenía cuando le decía: "grabaré un video y se lo mandaré a tu papá para que vea que no obedeces". Él le decía: "no puedes abuela, no lo hagas".
Cierto día, jugando en el parque, el niño se aporrió con un enorme columpio volador. Claro... fue tan duro el golpe, que en la carita que le salió mucha pero mucha sangre roja. Las manos de la abuela estaban frías del miedo. Nadie ni siquiera se atrevió a murmurar. La mamá lo cobijó con su amor maternal. La hermanita con su amor fraternal. El silencio asustado de los "locos bajitos" lo acompañó el resto del día. El bisabuelo de pelo blanco-blanco lo acarició para sanarlo.
Al otro día el niño despertó y dijo a su tía. "Hoy me portaré muy bien". El niño descubrió que algunos dolores le ponen colores a la piel. Entonces fue cuando dijo: "tía, me estoy volviendo azul"