lunes, 3 de agosto de 2015

La jeringuita de vidrio

Eso de poner inyecciones con la jeringuita de vidrio era todo un arte que, en cierto modo, por fortuna se ha comenzado a olvidar.
Había que cocinarla por mucho rato para la aguja poder desinfectar.
La jeringuita vivía en un estuche metálico de bordes redondeados, que presumía ser de seguridad. Pero qué va... Con su vieja aguja gigante nada podía tener seguridad. Justificado estaba el pánico de los niños, que aunque aún no conocían los riesgos de su incansable andar... sí reconocían el penetrante chuzón de esa jeringuita, que se la pasaba de cola en cola y luego en ollas de cocinar.
La aguja, junto al termómetro, curiosamente coincidían con la fiebre, las ronchas o el malestar; se metía en la carne de los niños y los abuelos, ignorando el padecimiento que producía al traspasar.
A veces los niños suplicaban por una sábana mojada sobre la cama o la cuna, incluso en la frente del más audaz, intentando esquivar el dolor de aguja que era siempre muchísimo mayor al del malestar.
Muy poca gente dominaba o ensayaba el arriesgado arte de inyectar.
Pero la mamá sí lo sabía y por eso recibía visitas inesperadas, a cualquier hora, de algún extraño enfermo, a punto de desmayar.

miércoles, 17 de junio de 2015

Una navidad para coser (Cuento de navidad 3)

Diana llamó a la modista para coser un cuento. En pleno junio, quiso un cuento de navidad. La modista le dijo que si, que tenía una manojo de recuerdos deshilachados, que pronto se pondría a coserlos para que su deseo pudiera conjurar. Y así culminó entonces una serie de tres cuentitos medianamente cosidos, que tenían por fin salvar de cualquier posible olvido las experiencias más hermosas e íntimas del sentimiento de la hermandad.
Y fue así que con los años la familia creció y con ella crecieron los encuentros, las risas, los pesebres, los árboles, los regalos o aguinaldos y las cenas de navidad.
Cinco hijos, ocho nietos, cuatro bisnietos y medio, cuñadas y cuñados, esposas o esposos de nietos y bisnietos. Novios y novias que van y vienen o que se van para nunca retornar. Una gran familia conservando juntos el corazón inmenso de los sueños de la navidad.
Ya no están en carne y hueso la abuela Teresa, Ester, Fabio, Necho, Claudia o Trina; pareciera que ya no están tan cerca para acompañar la navidad. Pero eso es falso, porque cuando la gente muere, se transforma en experiencia interna, que lo habita a uno a cada instante, y eso no tiene un nombre, que lo pueda revelar.
Claro que aún quedamos muchos y entre todos nos aprendimos a abrigar.
Ahora hijas mayores y menores junto a las primeras nietas en llegar, se proponen cada año invitar a las familias de primos y primas con sus respectivos hijos más sus abuelos, con hojuelas, dulce de coco y natilla para comenzar. Entonces la música se enciende. El árbol verde grande hay que decorar. Las mil luces deben enredarse, antes de que empiecen destellantes a iluminar. Se ensaya en qué lugar cada cosa va a quedar, y un enorme pesebre, un árbol y como cien mil adornos, la casa paterna se empieza a engalanar.
¿Eso no es mucho? pregunta Cuty cada año. Todas responden ¡y eso que falta más!
Inútil sería un concurso de amor por la navidad, pues cada uno tiene su historia viva, llena de dulces recuerdos con el regalo de ser familia en pleno, eso todos lo saben, con absoluta claridad.
No importa si empiezan un mes o dos antes, si prenden cien faroles, si de techo a piso cubren la casa de adornos, si hacen villas y ponen trenes, si prenden luces de finca o elevan globos, si sólo música de diciembre, si sacan de nuevo la lora tadina, para todos... eso es la navidad. Y cada año se escribe una nueva carta, pidiendo a dios niño, desde el más oculto secreto, nuevos regalos imaginados, porque "me he portado bien y he rezado mucho durante toda la navidad".
20 años quizás cumple un pesebre enorme en el parque de la Castellana. 20 años o toda una vida de acompañar al papá-abuelo que no cesa de jugar, con su alma limpia de niño y su ilusión intacta, como quizás la abuela Isabel le enseñó, 84 años hacia atrás.
Una mamá con un sombrero verde de duende de navidad, bufanda a cuadros roja-y-verde y una sonrisa abierta de par en par, sabe que esposo, hijos (as), nietos (as), bisnietos (a), hermanos (as), amigos(as), familia toda, en cada navidad encienden vivo su recuerdo esos mismos que mantienen intactos durante el resto del año sin declinar.

El pesebre cambiante: (Cuento de navidad 2)

Quizás ningún pesebre tenía una lora tan hermosa y andariega, como la que tenían aquellos cinco niños. En ocasiones la lora de loza se trepaba al techo de la casa amarilla-y-roja, y sin saberse cómo, aparecía después en las ramas de un carbonero que hacía las veces de paisaje verde, en el que el verde animal "sabía" que nadie nunca lo podría desalojar.
Musgo y carbonero emanaban un aroma exquisito a naturaleza fresca capaz de durar con fuerza por toda la navidad.
El pesebre parecía vivo. No sólo la lora se movía. Los reyes también caminaban en las noches, de un lado para otro, sin cesar. Incluso el pueblo de casas pintadas, con sus 10 gallinas y huevitos, o el lago de espejos con sus patos de nunca nadar, no tenían problemas en cambiar todos los días su geografía, su apariencia y su historia, para comenzar de nuevo a volverla a imaginar.
Al parecer los hacía moverse la ilusión infantil de cada uno de los cinco niños, que re-ordenaban ese pequeño mundo representado, para volverlo un recuerdo hermoso, que guardarían desde su infancia hasta su privada eternidad. Creían que con sólo moverlo todo, podrían apresurar la tan ansiada llegada del niño dios.
No era así. Nunca lo fue. Pero jamás dejaron de intentarlo.
Así que un día, año tras año, después de muchas novenas rezadas de casa en casa, al fin llegaba, como de sorpresa, lo más esperado de toda "la navidad".
Se trataba del niño dios. No había faltado quien lo pistiara, cada noche de navidad; jamás mientras fueron niños pudieron atraparlo.
Tal vez porque siempre había una disculpa: ¡Creo que dejé el fogón encendido. Seguí vos con los niños que yo voy a verificar! Decía la mamá. ¿Si cerraste la puerta? ¡No traje saco, ya vengo que lo voy a sacar!
Ehhhh, siempre pasa lo mismo, con el papá o con la mamá -pensaban los niños mayores-. Tan demorados y tan elevados. Siempre se tienen que devolver a revisar.
Y la visita donde la abuela Teresa se volvía eterna a pesar de los globos, las pilas, las estrellitas, los totes, los voladores o los peligrosos borrachitos de pólvora para tirar.
Los niños decían: ¡Vámonos para la casa que ya queremos llegar. Tenemos mucho, mucho sueño. Y el niño dios se va a perder, y si no nos encuentra, nada nos va a dejar!
¡Todavía no, decía Ester! Quédense aquí con todos los primos que vamos a empezar a jugar. Mientras tanto, coman natilla y buñuelos, hojuelas ricas que hice para disfrutar.
Al llegar a casa, el pesebre se había movido de nuevo. El niño dios, ahora en su cuna de paja podía estar. ¿Cómo llegó? Nadie lo sabía pero no había tiempo para preguntar.
¡Los regaaaaloooos… Qué montón… Comencemos a destapar! Me trajo un carro, un triciclo y muchas cosas más; y a mí una billetera azul y tres bluyines que mañana comienzo a estrenar. Los gritos salían de casa en casa, muy de madrugada hasta que el sueño a cada niño lo vencía y lo volvía a cobijar.
Y así aprendieron a transmitir de año en año, y de niño en niño, nietas, sobrinos o primos, el gusto enorme por la magia bella de la navidad.
La lora se fue a vivir a otro pesebre muy lejos de la casa original, para mantener viva en otros niños, la ilusión que trae consigo cada historia viva de la navidad.

El arbolito de algodón (Cuento de navidad 1)

Cuando la radio empezaba a sonar los villancicos, para esos niños en particular, todo se volvía una nueva promesa de felicidad. Sólo entonces comenzaban los preparativos mágicos de cada año y se machacaban tapas de gaseosas para armar el cascabel musical.
El padre decía: ¡Iremos al monte este domingo, a buscar un gran chamizo seco para nuestro árbol de navidad! Así que juntos caminaban manga arriba detrás de la iglesia de Santa Rosa de Lima.
Los niños imaginaban de nuevo la fiesta del engrudo cálido y el algodón blanquito, las "instalaciones" de luces de colores y las brillantes bolas de vidrio... con el tradicional pollo y el tradicional diablito.
En esas bolas de vidrio, en las noches de todo diciembre, sin otra luz que la que la del árbol-chamizo, los niños se miraban siempre de nuevo, para saber qué tanto habían crecido sus sueños y su bondad. Forraban el tarro, lo llenaban de piedras y sabían que quince días después volvían a pasear.

miércoles, 10 de junio de 2015

Paseo en tren

Los más queridos paseos de la infancia fueron quizás los que iniciaban en la estación del tren.
UUU, chucu, chucu, ssssh... ¡llegó el tren. Todos arriba!
Siéntense juntos en las bancas de madera, no corran que los van a regañar.
¡Esta ventanilla no abre, mamá! Déjela quieta.
Era tanta la alegría que nada podía a los niños asustar. Ni las estaciones de Bello, Barbosa, Botero, Porcesito, Santiago o Cisneros. Ni el sonido encapsulado del oscuro y largo túnel de la Quiebra, ni las apresuradas cañas que corrían al revés, una por una, sin cesar.
Todo el viaje prometía siempre nuevas hazañas y muchos detalles para recordar...
Luego del túnel, una luz dulce con olor a hojaldras. Y entonces… ¡todos abajo, a descender del tren. Me dan la mano. No se vayan solos. Todos junticos hasta que se vaya el tren!
Qué cuerpos tan pequeños para máquinas tan gigantes. Qué confusión de estación con cada tren en su vaivén.
¡Y ahora vamos a caminar. Vamos para los charcos!
Que delicia recorrer la carrilera, saltar de uno en uno sus polines ordenados, pasar los puentes altos, juegos lindos para recordar la vida entera.
Y entonces, como en una promesa cumplida, aparecían los charcos. La "plancha" se llamaba uno de ellos. Su característico frio, apagaba siempre el calor sofocante del lugar. A jugar con la pelota, a saltar, a correr y a volver a jugar.
¡Tengo hambre, mamá! Ya vamos a comer, respondía ella. ¡Sálganse ya!
Al poco rato, ofrecía una comida envuelta en hojas, que retornaba las fuerzas y todo se volvía a alborozar. Fiambre se llamaba a este envuelto, hecho tal vez de madrugada, por el generoso papá.
De nuevo al tren. Vamos para la casa. Que Carlos no se quede ayúdenme-lo a cuidar.
Qué regalo inolvidable es un paseo. No importa si es a Barbosa, Girardota, Don Matías o a deslizarse en cartones por la inexplorada Iguaná.
Lo importante es estar al lado del latir seguro de corazones, de los amados papás.

jueves, 4 de junio de 2015

Los músicos secretos

Cuentan que en la ciudad, a los niños que se habían portado muy bien durante la semana, los llevaban a juniniar y a tomar el algo en un lugar llamado el Astor. Ese era un lugar mágico porque allí vivían hermosos sapitos cuadrados con cabeza de mantequilla y saltones ojos coquetos. A su lado reposaban las tortas cafés y las rosadas, todas ricas, blanditas, deliciosas, apenas justitas para que comieran con placer los papás y su adorado quinteto.
Cuando la plata alcanzaba, las mamás compraban gigantescas copas de helados. Mmmm que delicia esas copas altas y frías, blancas rosadas o cafés de todos modos la mejor de las bebidas.
Quienes iban a pasear al centro llegaban llenos de dulce, si, y también llenos de dulces... recuerdos que durarían por el resto de sus vidas.
Quienes no iban... aprovechaban para dar rienda suelta a su loca creatividad.
Unas veces era día de disfraces con los atuendos que celosamente guardaba la mamá. Sin pedir permiso se tomaban sombreros, zapatos, guantes y bolsos para comenzar a imaginar. ¿Qué haremos hoy preguntaba una de las niñas? Pues vámonos de mentiritas a juniniar, responde oronda su hermana comenzando a taconear. Y entre disfraz y disfraz compensaban la ausencia de sus viajes al centro ya fuera por castigo o porque no les tocaba el día para salir a pasear.
Los niños varones en cambio jugaban bolas, vuelta a Colombia, elevaban bombas inflables o intercambiaban caramelos del último álbum que querían coleccionar.
Sólo pocas veces, estando todos solos, sin la mirada de la mamá o del papá, sacaban juntos a relucir su vena musical. Y entonces el conjunto Los Retazos comenzaba su ensayo descomunal. Aparecían vibrantes y percutentes, ollas, tapas, molinillos, baldes, sonajeros de tapas y cualquier otro instrumento convertido en ruido más que sonido, pero a los niños eso no les caía mal.
Quizá los mayores era quienes cantaban. Ya nadie lo sabe con seguridad. Sin embargo aún se escuchan los ecos de una voz que gritaba, creyendo que cantaba, y gritaba y gritaba, hasta que llegaba la mamá.
¡Qué es este reblujo! ¡Quién empezó! Me guardan todo eso ya o los voy a castigar.
Hasta ahí llegaba la música y entre sustos y risas los niños aprovechaban para, de tanto bullicio, irse a descansar.

lunes, 1 de junio de 2015

Juan Guillermo Rúa, un negro generosamente negro

Y un viejo cuento decidió contar la historia de su amigo juglar y teatrero. Se llamaba Juan Guillermo Rúa. Dijo entonces:
Todo el mundo sabía que era el negro más generosamente negro que se conocía. Un negro de dientes grandes y no exactamente blancos; negro de corazón enorme, negro artista, negro escritor, negro-negro, negro zancos, negro trapos; negro Juangui, negro risas, negro cantor, negro ambulante.
El cuento lo recordaba con su trusa rojo y negro, o más que trusa… con sus trapos que no eran sino restos y testigos roídos de viejos juegos olímpicos suramericanos.
Negro envuelto medio en rojo y medio en negro, de la cabeza a los pies rojo y negro, para sus rutinarios ejercicios de teatro. ¿Qué obra ponía en juego aquel día? ¿Sería la moneda del centavo y medio? El viejo cuento ya no lo recuerda bien. Pero sabía que había sido el mejor juglar de todos los buenos juglares.
Cantaba acompañado del cuatro llanero las más bellas poesías.
A veces le escribía cartas a Tell, su amiga imaginaria, su confidente, su secreta almohada.
Un día en la EPA le dieron un merecido reconocimiento a través del símbolo de la flautista Uyumbe y él, ya ciego por completo de los ojos, más no ciego del gusto, ni tampoco de su alma, se dejó abrazar de esa multitud en la que el cuento también estaba. Muchos, muchos aplaudían y aplaudían y no se cansaban de aplaudir para decirle gracias. Gracias negro querido era lo que todos balbuceaban con las palmas de sus manos. El cuento contó por muchos años que por supuesto él tampoco dejaba de juntar sus manos, excepto para secar de cuando en cuando una lágrima errante salida de su corazón hermano.
Nadie previó que eso de la muerte pudiera ser tan temprano. Cuando Juangui se murió, a causa de los tumores cerebrales nadie sabía aún qué debía sentir y menos qué debía pensar. Muchos habían donado sangre para sus últimas operaciones queriendo prolongar con su RH una vida generosa y disfrutada.
En fin, decía el cuento, para no alargar la historia y los recuerdos, contaré también algo hermoso que sucedió el día de su muerte.
Sus amigos, conocidos y hasta sus nuevos extraños, fueron a visitarlo por última vez. Juangui estaba en una sede de teatreros en el barrio Prado de Medellín. Con sólo entrar dos metros... allí estaba él. Tendido sobre una mesa. Vestido de negro como listo de nuevo para actuar. Y en su cara negra, tan negra como la tuvo en vida, o tan negra como se la dio la muerte, sus amigos decidieron regalarle un solyluna con media cara dorada sobre el bello negro de su cuerpo y media azul sobre el otro negro que iniciaba en su cara y llegaba hasta su limpia alma. Allí estaba el negro querido.
Y todos pensaban: ¡Te ves tan hermoso¡ Se les olvidaba a ratos que estaba muerto, rígido y frío. La “mirella” en su cara negra solyluna parecía una suerte de estrellitas fugaces, que jugaban alocadas en sus gestos creados en el teatro, pronto ausentes para siempre, o quizás danzando entre ausentes y presentes. Estaba tan lindo que nadie sufría, ni tenía miedo a nada. Ahí estaba en su última gran, magistral y cadavérica representación.
Bueno... siguió el cuento recordando... Y entonces... se llegó la hora de llevarlo a la iglesia, tal como Dios manda. Llegó el momento de despedirlo cristianamente como sus ancestros lo hubieran esperado. ¡Qué macabramente bello fue su entierro! Recuerdo, dijo el cuento, la escena a la entrada de la iglesia. Estábamos juntos todos los locos que lo amábamos y respetábamos. Éramos muchos. Seguimos siéndolo. Jhon Sosa el poeta de la librería, le cantó Elegía como sólo Serrat lo hubiera superado. Los zanqueros iban de aquí para allá y de allá para ninguna parte. Los danzarines estaban hermosamente maquillados. Todos contaban con una flor en la mano. ¡Todos estábamos invitados para enterrarte. Éramos tus admiradores, tus amigos, tus narraciones andantes...!
Las mujeres decían: ¡Estas muy lindo maldingo negro!
Toda su cara brillaba.
Y con sonrisa picarona el cuento continuó, ya hundido en sus más entrañables recuerdos. Y dijo, como si le hablara a Juangui: ¿Recuerdas la cara del cura? ¿Recuerdas sus palabras? Disculpa, dijo después. Se me olvidó que estabas muerto. Pero si hubieras estado vivo, hubieras visto la cara del cura cuando gravemente sentenciaba: ¡Esta es la casa de Dios. Aquí no entran esos payasos. Que se bajen de sus zancos y comenzaré la misa! Pero nadie declinó. Todos esperábamos pacientes a que la casa de Dios abriera sus puertas para tu merecida cristiana sepultura. Nadie olvidaba que allí estaba tu madre y Edgar tu querido hermano. Maldingo negro, balbuceó triste también el cuento. ¿Por qué te moriste? Tantas veces nos encontramos entre las risas con los de gimnasia, con el amigo Chiripa y sonri, la amiga flaca. De eso sí te debes acordar. Ella y tú jugaron a ser novios sin serlo jamás. No seas ingrato; no me digas que no te acordás. Con la flaca intentaste tocar la flauta dulce; hasta se supone que ella te la enseñaba. Preparabas una gran obra en un gran tablero de ajedrez, y a ella siempre la invitabas. Lo recuerdo como si fuera hoy, que te pasabas el día allá arriba del teatro de la UdeA, donde actuabas en cada cuadro, con tus extrañas y profundas palabras.
Que te hayas muerto no te salva de los recuerdos. Bueno... pero volvamos sobre tu muerte, no te me volés hacia la vida. Volvete serio amigo mío.
No recuerdo el nombre de esa iglesia pero recuerdo que mientras esperábamos que abrieran las puertas pasaron varias horas poéticas al lado de tu cadáver. Por fin la misa. ¡Qué solemnidad!
Más tarde, la flaca estaba allí contigo camino al cementerio. A su lado Clara Mónica, la otra negra, artista y amiga, con otra flor roja y caliente, por estar tanto en su mano.
Entonces no puedo olvidar a esa multitud que te decía adiós frente a tu féretro abierto. Tampoco puedo olvidar que hasta el final fuiste un negro amigo escandaloso. Ibas destapado por las calles y los curiosos vecinos de los balcones se encontraban de topetán con algo entre macabro y hermoso. Veían un ataúd con un negro solyluna adentro, y tras él, en un acto de amor infinito, una multitud que daba una palmada acompasada con pasos muy chiquiticos en homenaje a vos. No importaba si era una cuadra, dos, diez, quince... Cada paso estaba palmoteado.
Recuerdo que hasta mis brazos de cuento me dolían y ya no daban más por el cansancio. Eran muchas cuadras para palmotear. Pero sabía que sería por una sola vez. ¿Cómo no hacerlo? ¿Cómo no despedirte como te lo merecías? Si hubieras estado vivo lo hubieras hecho por algún otro amigo tuyo o amigo de la cultura. Aunque a decir verdad, por nadie más lo haría de nuevo. Es mucho esfuerzo, hasta para contarlo.
Recuerdo las damas gordas y canosas al salir a sus balcones. ¡Qué sorpresa que ese ruido extraño de palmas que se iba acercando como una ola despiadada y bulliciosa, fuera del compás de la muerte de un amigo!
A la flaca le parecía fascinante el espectáculo; digno de ti, lo dijo siempre. Y un gran velo de colores cobijó entre la multitud ríos de tambores, flautas, poetas y bailarines.
Y vos al frente, digno, recio, muerto, negro, lindo, claro, transparente y generoso como siempre te habíamos conocido. Por fin llegamos al cementario. Todos hacían fila para despedirte. Un beso, una flor, un adiós, un silencio. Yo me preguntaba...¿Me acerco? ¿Ya para qué? Lo lindo ya estaba dado. Adiós mi negro querido. Adiós mi teatrero admirado.
Contar esta historia es parte de una deuda que tengo contigo, dijo de nuevo el cuento, volviendo en sí después de haberse intro-extraviado.

martes, 12 de mayo de 2015

El tío loco que no estaba loco

Horacio era el tío loco más querido y admirado por la niña. Quizás su locura radicaba en saber mucho, aunque no había ido jamás a una escuela y menos a una universidad. El tío sabía de todo. Pensaba mucho, imaginaba mucho, creaba mucho. Pero nadie le creía, porque no haber pasado por la escuela, hacía que sus conocimientos fueran menos importantes y valiosos que los de los demás.
Él tenía hermosas historias nacidas de sus propios sueños y otras tantas que lentamente iban muriendo en medio de sus crudas realidades.
Cuentan que el tío, era un excelente albañil y que un día un cura se lo llevó para el Amazonas con la tarea de construir una gran iglesia. No hubo fotos de ella para que la familia se sintiera orgullosa. Como era natural, el cura lo abandonó por no volverlo a traer en un avión. Se ahorró unos pesos pero se debió haber quemado en el infierno. Y ahora que lo pienso, creo que eso del infierno es en plural porque mi abuela hablaba de los infiernos y ella también sabía de muchas cosas. Fue en el Amazonas que el tío que todavía no era loco a los ojos de los demás, aprendió a vivir con algunas tribus indígenas y bebió de sus saberes milenarios. Claro... al volver a casa esos saberes extraños se convirtieron de inmediato en locuras y ocurrencias inútiles e inválidas, que como a un Quijote, lo enloqueció y los cuerdos debían iniciar la tarea de "salvarlo".
Aprendió por ejemplo de las propiedades de las plantas y de los secretos de algunos animales, como el de las hormigas, de quienes se dejaba picar para que lo sanaran. Aprendió a saber las horas de acuerdo a la luz de la tierra y supo leer algunos enigmas del día y de la noche. Aprendió a vivir con un ratón que le alertaba del estado bueno o malo de sus comidas. Aprendió a abrazarse a los árboles para descargarse de las malas energías. Aprendió a caminar descalzo para tomar de la tierra la energía generosa de la vida.
Vivió el resto de su vida, humildemente, haciéndose él mismo su ropa y sus zapatos. Siempre eran los mismos pues compraba rollos grandes de la misma tela para coser sus pantalones, gorras y camisas azul claro o gris-azul un poco más oscuro. Así, no gastó nunca el tiempo en pensar "hoy qué me pongo".
También hacía su comida. Creyó que esperar que los demás le cocinaran era una clara forma de perturbarlos. Él lo hacía todo, o al menos todo lo que necesitaba para vivir en paz consigo mismo y con los demás.
Amaba la electricidad y por eso ensayaba soldadores de gran potencia que él mismo construía. El hierro jamás pudo resistirse a la fuerza de su energía. Su hermano Nando lo admiraba y le agenciaba todos sus experimentos. Su sobrino Luis también amo la electricidad. Jugaba seriamente a diseñar y construir organizadores para tuercas, clavos y tornillos. Sobre un eje elevaba una tras otra viejas y oxidadas cajitas de sardinas que resultaban completamente funcionales, pero pocas veces estéticas. También eso se adicionaba a su locura. Lo "machetero" que resultaba cada uno de sus inventos le restaba credibilidad en el sentimiento de los demás. Cuenta Nando que cuando las monedas de cinco centavos dejaban de circular èl las convertìa en fuertes arandelas.
No estaba bien visto por las personas cuerdas que Horacio escribiera sus pensamientos en la pared o en los papeles que cubrían las docenas de sus cigarros pielroja. Su habitación era un monumento al pensamiento. La escritura alargada y plácida ocupaba cualquier espacio libre con tal de poder atrapar y detener por un momento las ideas. No tenía cuadros, ni imágenes... sólo un pesebre con ángeles pulcramente vestidos con papeles blancos de cigarrillos, y un pesebre que permanecía fiel a su dueño, año tras año, sin desbaratarse. Más de cuarenta años después, la misma niña que entraba a su habitación y se admiraba de tanta locura hermosa y creativa, guarda aún los papeles escritos con sus más íntimos pensamientos.
Consideraba que sus teorías debían ser probadas a como diera lugar. Y fue por eso que en los últimos recorridos del tren por la avenida San Juan, decidió no bajarse del carro naranja de su hermano, que se había apagado justo encima de las líneas paralelas del tren que tanta memoria conservaba del bien y del mal de su ciudad. Darío le gritó: Tírese, tírese. Y él, seguro de sus teorías o por lo menos con una curiosidad mayor que sus miedos, le respondió: ¡No me tiro. Si me toca el día de morir me muero. Si no.... no! Y más de ocho días después de estar en cuidados intensivos, luego de haber sido arrastrado por el tren más de trescientos metros, abrió sus ojos y al volver a la consciencia dijo con voz sentenciadora: "¡Vieron que no me tocaba morir!" Los allí presentes no sabían si madrearlo o reirse. Pero ese era Horacio. Con una terquedad a prueba de muerte.
Poco a poco, la familia que antes vivía con él en la enorme casa se fue muriendo. Primero la hermana, luego la mamá y por último el hermano. Entonces se fue quedando tan sólo como el invierno. A veces iba su hermano menor o la niña callada que ya no era una niña, y lo acompañaban durante largos ratos mientras él fumaba, conversaba y fumaba. Parecía estar mirando siempre al infinito. Él, en medio de la ceguera de sus ojos, seguía conservando toda la luz creadora de su alborotado espíritu. Preguntaba porqué uno siempre necesita el lenguaje para pensar, porqué no se puede pensar sin lenguaje, por qué se necesita al otro para conversar. ¿Por qué si uno puede reirse solo, no puede "hablar" solo? Se refería al rito inmenso de lo que es un diálogo.
Un día entonces, ya dueño absoluto de su casa, decidió ahorrar energía y "tiempo". Vivía al frente de la iglesia de Fátima, justo al frente de la torre del reloj. Pensó que una buena forma de tener un reloj "propio y grande" era traérselo con espejos. Y entonces un espejo su dirigió de frente desde su sala hasta el bello y majestuoso reloj de la torre y otro espejo se situaba de frente al anterior para invertir la imagen de modo que pudiese ver el paso lento de las horas. Como el experimento funcionó a las mil maravillas decidió lo mismo con la luz del alumbrado público. Desaparecieron así casi todos los bombillos de la casa. Los espejos eran suficientes para alumbrar y reflejar las horas. Al final, la sala se convirtió en su habitación de espejos. Las demás habitaciones colmados de espíritus quizás, ya no eran recorridos por el tío loco que nunca estuvo loco.
Un día un cura fue hasta su casa a confesarlo de todos sus posibles pecados, pero ya esa batalla se había perdido para siempre. Su alma se había salvado desde hacía mucho tiempo, a espaldas de los rezos de curas y camanduleras.
En su lecho de muerte, con toda su escasa ropa colgada del techo hacia la cama, pidió que le prendieran un cigarrillo. La niña, a la que en su adultez él disfrutaba llamarla "psiqueatra", respetuosa de la voluntad de alguien que fue siempre tan autónomo, lo prendió a sabiendas que sería un acto grave contra un moribundo asfixiado. Pero a ella le importaba respetar el deseo y la autonomía así el mundo se le viniera encima. Entonces su hermana menor le advirtió: mañana lo interno en una clínica. Él osó responderle: ¡No voy! Y así fue. Decidió morirse antes de las tres de la mañana.