lunes, 21 de julio de 2014

Re-creos y aprendizajes

¿Dónde estuvieron los espacios de recreo de mi vida? se preguntaba una señora mona en la peluquería. Entonces la otra señora que allí se encontraba, le dijo. Juguemos a los recuerdos. Sólo se vale de tiempos y espacios diseñados para el "estudios" y los aprendizajes. Bueno, dijo la señora mona. Empiece usted señora. De acuerdo. Entonces empezaré por la primera vez que fui a estudiar.
El kínder
Iniciábamos el kínder alrededor de los seis o siete años tiempo en el cual, decían las señoras, comenzaba el “uso de razón”. En mi caso, la primera institución para el aprendizaje por fuera del núcleo familiar fue el "Kinder" de doña Teresita. Allí había cuentos, cajas grandes, cortinas, juguetes, plastilinas y regletas de diferentes tamaños y colores, que servían para jugar en los pequeños pupitres azulitos. El Kínder olía a casa, a patio, a parquecito, a barrio, a familia, porque doña Teresita había convertido la sala de su casa en un agradable sitio para nuevos aprendizajes. Las baldosas eran verdes y amarillas dispuestas de manera intercalada. Aunque la casa era de fachada gris piedritas, la alegría multicolor del juego libre siempre nos desbordaba. Cunas y pupitres compartiendo juntos los espacios más vitales, fueron los primeros recuerdos de juego y educación en mi temprana infancia. No había primera infancia. Todos éramos niños y niñas. Unos más pequeños que otros pero niños al fin y al cabo. Éramos barrio, hermanos, amiguitos… afecto, amistad, alegría, juego, aprendizaje y agrado.
Primaria y uniformidad
Casi todos los días las niñas vestíamos nuestros uniformes azul oscuro con camisa blanca, y un delantal de cuadritos blancos con azules claros.
Cada una era de nosotras era la más bonita de todas sobre la tierra, pero al juntarnos solo éramos una gran mancha azul pareja y uniforme, que desaparecía las bellezas individuales. Nada distinto ni en las uñas, ni en el cabello, ni en las manos. Que no se vea más arriba de las rodillas. Que las medias sean tan altas que puedan cubrir la pierna baja. Había que ser demasiado hermosa para resaltar entre la gran mancha de iguales.
Quizás por eso mis recuerdos se desplazan fácilmente desde los cuerpos, hasta las cosas y los espacios. Por ejemplo, recuerdo vivamente la hermosa maleta café de cuero con números resaltados, que guardaba el estuche de los primeros lápices, el tarro de goma, el sacapuntas y la caramañola con el calientico chocolate. También recuerdo el amplio patio de recreo, donde las niñas gritaban, corrían y gritaban; parecían escapar por un momento de las rígidas reglas de las "monjas hermanas".
Qué espacios inolvidables para toda la vida son los patios de recreo, donde por un breve tiempo vuelven a ser lícitos los juegos a solas o acompañadas. Rondas, saltos, carreras, competencias, conversaciones o soledades inundan esos espacios, antes del repicar paralizante de la campana que señala el tiempo y las obligaciones de cada jornada.
En la infancia es difícil comprender por qué las campanas son usadas para apagar los gritos y las risas, para llamar a clases, para regañar en fila desde la más pequeña hasta la más grande. Me pregunto... ¿Cuántas transformaciones han tenido las campanas en la educación?
Seguramente en ese mundo multi-uniforme bailé, pinté o jugué al teatro por mandato y quizás por eso no lo recuerdo. Seguramente canté tratando de imitar la voz chillona de la hermana de canto, pero lo recuerdo muy poco. Leí hermosos libros, hice carteleras, icé la bandera, llevé medallas a casa, pero poco logro recuperar los recuerdos de mis acercamientos al juego del arte. Recuerdo reglas y reglas, urbanidad y disciplina, tareas, aprendizajes, desarrollos iguales, rojos en mis libretas, costuras y soledades.
Una abeja grande que colgué en mi pecho por cinco años, aún está encerrada en su rosario circular de antaño. ¿Qué quería decirnos esa imagen a todas esas mujeres que nos estábamos formando en ese colegio tan, pero tan grande? Grande de corredores y de escaleras; grande de aulas de clase, de patios y salones de reuniones. Aún en el recuerdo, son intimidantes esos espacios enormemente grandes, para cuerpos tan y tan pequeños. Las baldosas amarillas y verdes unas, grabadas en cemento las demás, tatuaron las miradas tristes de las niñas que casi nunca se atrevieron a jugar. Nadie nunca se ocupó de esas niñas tristes… y a propósito: nunca supe por qué en ese colegio, no habían niñas ni muy negras, ni muy pobres... pero sí muy tristes.
Tal vez el mejor recuerdo que aún conservo eran las ventanas cafés del segundo piso. Me veo a mi misma con la mirada siempre afuera, como escapando de esa gran abeja madre que quería atraparme en reglas, costuras y rezos... asfixiantes reglas y reglas, apabullantes reglas anti-infancias, plenas de una educación sin imaginación ni disfrute, que yo no podía habitar, por más que lo intentara.
Descubrimientos de la secundaria
Este fue el tiempo de otras monjas, otras amigas, muchos patios de "re-creo", disfrutes, acercamientos y afectos. Niñas y adolescentes conviviendo sin distinciones de color, posesión o credo.
Un salón de materiales lleno de mapas del mundo y de anatomía humana; un laboratorio de química, una bella capilla, una amigable sala de profesores y unas delgadas escalas. Amigas, sueños, conversaciones, risas y cantos, la adolescencia en pleno, ofreciéndonos un tránsito desde los juegos de infancia hasta la creación y el arte, para una adultez más segura, más bella, más vital, más disfrutada, que la anterior parte de mi educación en la anterior infancia.
El teatro, la música, la pintura, la danza, la literatura y la escritura, la belleza, los paseos… todo floreciendo al lado del descubrimiento de las ciencias y sus fascinantes discursos siempre re-creados por almas extrañas. Ya no sólo de religión vive el hombre, diría William el profesor de química, sino de múltiples creencias, posibilidades, saberes, conocimientos y prácticas… Nuevos autores como nuevos amigos o posibles "enemigos". Nuevas sospechas, nuevas creaciones. Todo, todo, un manojo de aprendizajes. En particular, el aprendizaje social que antes poco se asomaba.
Volvió a acabarse una única forma de ver el mundo para retornar a ese mundo de posibilidades abiertas que el juego me había enseñado en lo que hoy llamaríamos mi “primera” infancia. Todo tan junto y sin embargo tan diferenciado. El mundo de las matemáticas ofrecidas como un regalo por los profesores de todo el bachillerato, fue convertido en divertido juego junto a las ciencias sociales y las naturales. Las palabras siempre enredadas en los uniformes cafés con blanco, ya no tuvieron problemas, porque la adolescencia, se encarga de burlar cualquier uniformidad de plano.
Universidad y universalidad
Para iniciar la adultez, encontré el juego convertido en experiencia y la experiencia acompañada de teorías. El juego y el arte convertidos en vida y en aprendizaje. La educación atravesada por los bellos conceptos de sujeto, juego, creatividad, estética y arte, pilares todos sobre los que se edificó gran parte de mi experiencia profesional y humana. Cinco pilares fundamentados en una ética entendida cada vez más como acompañamiento, responsabilidad, solidaridad, amistad, compasión.
El aprendizaje de las ciencias sociales, con la antropología, la literatura, la filosofía y el psicoanálisis, prendieron el baile en mi corazón andante, para florecer por muchos años como escritura sobre juego, creatividad, educación y arte.
Mis patios de recreo hoy completamente sofisticados, son vividos en conferencias, conciertos, museos, bibliotecas, mercados, paseos, trabajo, hogar, libros, conversaciones, redes, campos, atardeceres, flores y prados.
Le toca a usted señora mona.
La señora lo pensó un poco y dijo. Usted me ha llevado por los pasillos de mis recuerdos. Permítame el silencio para disfrutarlos.

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