martes, 12 de mayo de 2015

El tío loco que no estaba loco

Horacio era el tío loco más querido y admirado por la niña. Quizás su locura radicaba en saber mucho, aunque no había ido jamás a una escuela y menos a una universidad. El tío sabía de todo. Pensaba mucho, imaginaba mucho, creaba mucho. Pero nadie le creía, porque no haber pasado por la escuela, hacía que sus conocimientos fueran menos importantes y valiosos que los de los demás.
Él tenía hermosas historias nacidas de sus propios sueños y otras tantas que lentamente iban muriendo en medio de sus crudas realidades.
Cuentan que el tío, era un excelente albañil y que un día un cura se lo llevó para el Amazonas con la tarea de construir una gran iglesia. No hubo fotos de ella para que la familia se sintiera orgullosa. Como era natural, el cura lo abandonó por no volverlo a traer en un avión. Se ahorró unos pesos pero se debió haber quemado en el infierno. Y ahora que lo pienso, creo que eso del infierno es en plural porque mi abuela hablaba de los infiernos y ella también sabía de muchas cosas. Fue en el Amazonas que el tío que todavía no era loco a los ojos de los demás, aprendió a vivir con algunas tribus indígenas y bebió de sus saberes milenarios. Claro... al volver a casa esos saberes extraños se convirtieron de inmediato en locuras y ocurrencias inútiles e inválidas, que como a un Quijote, lo enloqueció y los cuerdos debían iniciar la tarea de "salvarlo".
Aprendió por ejemplo de las propiedades de las plantas y de los secretos de algunos animales, como el de las hormigas, de quienes se dejaba picar para que lo sanaran. Aprendió a saber las horas de acuerdo a la luz de la tierra y supo leer algunos enigmas del día y de la noche. Aprendió a vivir con un ratón que le alertaba del estado bueno o malo de sus comidas. Aprendió a abrazarse a los árboles para descargarse de las malas energías. Aprendió a caminar descalzo para tomar de la tierra la energía generosa de la vida.
Vivió el resto de su vida, humildemente, haciéndose él mismo su ropa y sus zapatos. Siempre eran los mismos pues compraba rollos grandes de la misma tela para coser sus pantalones, gorras y camisas azul claro o gris-azul un poco más oscuro. Así, no gastó nunca el tiempo en pensar "hoy qué me pongo".
También hacía su comida. Creyó que esperar que los demás le cocinaran era una clara forma de perturbarlos. Él lo hacía todo, o al menos todo lo que necesitaba para vivir en paz consigo mismo y con los demás.
Amaba la electricidad y por eso ensayaba soldadores de gran potencia que él mismo construía. El hierro jamás pudo resistirse a la fuerza de su energía. Su hermano Nando lo admiraba y le agenciaba todos sus experimentos. Su sobrino Luis también amo la electricidad. Jugaba seriamente a diseñar y construir organizadores para tuercas, clavos y tornillos. Sobre un eje elevaba una tras otra viejas y oxidadas cajitas de sardinas que resultaban completamente funcionales, pero pocas veces estéticas. También eso se adicionaba a su locura. Lo "machetero" que resultaba cada uno de sus inventos le restaba credibilidad en el sentimiento de los demás. Cuenta Nando que cuando las monedas de cinco centavos dejaban de circular èl las convertìa en fuertes arandelas.
No estaba bien visto por las personas cuerdas que Horacio escribiera sus pensamientos en la pared o en los papeles que cubrían las docenas de sus cigarros pielroja. Su habitación era un monumento al pensamiento. La escritura alargada y plácida ocupaba cualquier espacio libre con tal de poder atrapar y detener por un momento las ideas. No tenía cuadros, ni imágenes... sólo un pesebre con ángeles pulcramente vestidos con papeles blancos de cigarrillos, y un pesebre que permanecía fiel a su dueño, año tras año, sin desbaratarse. Más de cuarenta años después, la misma niña que entraba a su habitación y se admiraba de tanta locura hermosa y creativa, guarda aún los papeles escritos con sus más íntimos pensamientos.
Consideraba que sus teorías debían ser probadas a como diera lugar. Y fue por eso que en los últimos recorridos del tren por la avenida San Juan, decidió no bajarse del carro naranja de su hermano, que se había apagado justo encima de las líneas paralelas del tren que tanta memoria conservaba del bien y del mal de su ciudad. Darío le gritó: Tírese, tírese. Y él, seguro de sus teorías o por lo menos con una curiosidad mayor que sus miedos, le respondió: ¡No me tiro. Si me toca el día de morir me muero. Si no.... no! Y más de ocho días después de estar en cuidados intensivos, luego de haber sido arrastrado por el tren más de trescientos metros, abrió sus ojos y al volver a la consciencia dijo con voz sentenciadora: "¡Vieron que no me tocaba morir!" Los allí presentes no sabían si madrearlo o reirse. Pero ese era Horacio. Con una terquedad a prueba de muerte.
Poco a poco, la familia que antes vivía con él en la enorme casa se fue muriendo. Primero la hermana, luego la mamá y por último el hermano. Entonces se fue quedando tan sólo como el invierno. A veces iba su hermano menor o la niña callada que ya no era una niña, y lo acompañaban durante largos ratos mientras él fumaba, conversaba y fumaba. Parecía estar mirando siempre al infinito. Él, en medio de la ceguera de sus ojos, seguía conservando toda la luz creadora de su alborotado espíritu. Preguntaba porqué uno siempre necesita el lenguaje para pensar, porqué no se puede pensar sin lenguaje, por qué se necesita al otro para conversar. ¿Por qué si uno puede reirse solo, no puede "hablar" solo? Se refería al rito inmenso de lo que es un diálogo.
Un día entonces, ya dueño absoluto de su casa, decidió ahorrar energía y "tiempo". Vivía al frente de la iglesia de Fátima, justo al frente de la torre del reloj. Pensó que una buena forma de tener un reloj "propio y grande" era traérselo con espejos. Y entonces un espejo su dirigió de frente desde su sala hasta el bello y majestuoso reloj de la torre y otro espejo se situaba de frente al anterior para invertir la imagen de modo que pudiese ver el paso lento de las horas. Como el experimento funcionó a las mil maravillas decidió lo mismo con la luz del alumbrado público. Desaparecieron así casi todos los bombillos de la casa. Los espejos eran suficientes para alumbrar y reflejar las horas. Al final, la sala se convirtió en su habitación de espejos. Las demás habitaciones colmados de espíritus quizás, ya no eran recorridos por el tío loco que nunca estuvo loco.
Un día un cura fue hasta su casa a confesarlo de todos sus posibles pecados, pero ya esa batalla se había perdido para siempre. Su alma se había salvado desde hacía mucho tiempo, a espaldas de los rezos de curas y camanduleras.
En su lecho de muerte, con toda su escasa ropa colgada del techo hacia la cama, pidió que le prendieran un cigarrillo. La niña, a la que en su adultez él disfrutaba llamarla "psiqueatra", respetuosa de la voluntad de alguien que fue siempre tan autónomo, lo prendió a sabiendas que sería un acto grave contra un moribundo asfixiado. Pero a ella le importaba respetar el deseo y la autonomía así el mundo se le viniera encima. Entonces su hermana menor le advirtió: mañana lo interno en una clínica. Él osó responderle: ¡No voy! Y así fue. Decidió morirse antes de las tres de la mañana.

2 comentarios:

  1. Que hermosa historia... Yo no sabia muchas cosas y otras apenas las recordaba. El tío genio, los locos éramos los demás que nos seguimos complicando tanto la vida.

    Gracias por esa hermosa memoria 😘

    ResponderEliminar
  2. Yo recordé con este cuento al tío Horacio empezando las historias "Vea hombre" y el tinto que nos tomábamos en su pieza y su risa entrecortada contando algo gracioso.

    ResponderEliminar