lunes, 1 de junio de 2015

Juan Guillermo Rúa, un negro generosamente negro

Y un viejo cuento decidió contar la historia de su amigo juglar y teatrero. Se llamaba Juan Guillermo Rúa. Dijo entonces:
Todo el mundo sabía que era el negro más generosamente negro que se conocía. Un negro de dientes grandes y no exactamente blancos; negro de corazón enorme, negro artista, negro escritor, negro-negro, negro zancos, negro trapos; negro Juangui, negro risas, negro cantor, negro ambulante.
El cuento lo recordaba con su trusa rojo y negro, o más que trusa… con sus trapos que no eran sino restos y testigos roídos de viejos juegos olímpicos suramericanos.
Negro envuelto medio en rojo y medio en negro, de la cabeza a los pies rojo y negro, para sus rutinarios ejercicios de teatro. ¿Qué obra ponía en juego aquel día? ¿Sería la moneda del centavo y medio? El viejo cuento ya no lo recuerda bien. Pero sabía que había sido el mejor juglar de todos los buenos juglares.
Cantaba acompañado del cuatro llanero las más bellas poesías.
A veces le escribía cartas a Tell, su amiga imaginaria, su confidente, su secreta almohada.
Un día en la EPA le dieron un merecido reconocimiento a través del símbolo de la flautista Uyumbe y él, ya ciego por completo de los ojos, más no ciego del gusto, ni tampoco de su alma, se dejó abrazar de esa multitud en la que el cuento también estaba. Muchos, muchos aplaudían y aplaudían y no se cansaban de aplaudir para decirle gracias. Gracias negro querido era lo que todos balbuceaban con las palmas de sus manos. El cuento contó por muchos años que por supuesto él tampoco dejaba de juntar sus manos, excepto para secar de cuando en cuando una lágrima errante salida de su corazón hermano.
Nadie previó que eso de la muerte pudiera ser tan temprano. Cuando Juangui se murió, a causa de los tumores cerebrales nadie sabía aún qué debía sentir y menos qué debía pensar. Muchos habían donado sangre para sus últimas operaciones queriendo prolongar con su RH una vida generosa y disfrutada.
En fin, decía el cuento, para no alargar la historia y los recuerdos, contaré también algo hermoso que sucedió el día de su muerte.
Sus amigos, conocidos y hasta sus nuevos extraños, fueron a visitarlo por última vez. Juangui estaba en una sede de teatreros en el barrio Prado de Medellín. Con sólo entrar dos metros... allí estaba él. Tendido sobre una mesa. Vestido de negro como listo de nuevo para actuar. Y en su cara negra, tan negra como la tuvo en vida, o tan negra como se la dio la muerte, sus amigos decidieron regalarle un solyluna con media cara dorada sobre el bello negro de su cuerpo y media azul sobre el otro negro que iniciaba en su cara y llegaba hasta su limpia alma. Allí estaba el negro querido.
Y todos pensaban: ¡Te ves tan hermoso¡ Se les olvidaba a ratos que estaba muerto, rígido y frío. La “mirella” en su cara negra solyluna parecía una suerte de estrellitas fugaces, que jugaban alocadas en sus gestos creados en el teatro, pronto ausentes para siempre, o quizás danzando entre ausentes y presentes. Estaba tan lindo que nadie sufría, ni tenía miedo a nada. Ahí estaba en su última gran, magistral y cadavérica representación.
Bueno... siguió el cuento recordando... Y entonces... se llegó la hora de llevarlo a la iglesia, tal como Dios manda. Llegó el momento de despedirlo cristianamente como sus ancestros lo hubieran esperado. ¡Qué macabramente bello fue su entierro! Recuerdo, dijo el cuento, la escena a la entrada de la iglesia. Estábamos juntos todos los locos que lo amábamos y respetábamos. Éramos muchos. Seguimos siéndolo. Jhon Sosa el poeta de la librería, le cantó Elegía como sólo Serrat lo hubiera superado. Los zanqueros iban de aquí para allá y de allá para ninguna parte. Los danzarines estaban hermosamente maquillados. Todos contaban con una flor en la mano. ¡Todos estábamos invitados para enterrarte. Éramos tus admiradores, tus amigos, tus narraciones andantes...!
Las mujeres decían: ¡Estas muy lindo maldingo negro!
Toda su cara brillaba.
Y con sonrisa picarona el cuento continuó, ya hundido en sus más entrañables recuerdos. Y dijo, como si le hablara a Juangui: ¿Recuerdas la cara del cura? ¿Recuerdas sus palabras? Disculpa, dijo después. Se me olvidó que estabas muerto. Pero si hubieras estado vivo, hubieras visto la cara del cura cuando gravemente sentenciaba: ¡Esta es la casa de Dios. Aquí no entran esos payasos. Que se bajen de sus zancos y comenzaré la misa! Pero nadie declinó. Todos esperábamos pacientes a que la casa de Dios abriera sus puertas para tu merecida cristiana sepultura. Nadie olvidaba que allí estaba tu madre y Edgar tu querido hermano. Maldingo negro, balbuceó triste también el cuento. ¿Por qué te moriste? Tantas veces nos encontramos entre las risas con los de gimnasia, con el amigo Chiripa y sonri, la amiga flaca. De eso sí te debes acordar. Ella y tú jugaron a ser novios sin serlo jamás. No seas ingrato; no me digas que no te acordás. Con la flaca intentaste tocar la flauta dulce; hasta se supone que ella te la enseñaba. Preparabas una gran obra en un gran tablero de ajedrez, y a ella siempre la invitabas. Lo recuerdo como si fuera hoy, que te pasabas el día allá arriba del teatro de la UdeA, donde actuabas en cada cuadro, con tus extrañas y profundas palabras.
Que te hayas muerto no te salva de los recuerdos. Bueno... pero volvamos sobre tu muerte, no te me volés hacia la vida. Volvete serio amigo mío.
No recuerdo el nombre de esa iglesia pero recuerdo que mientras esperábamos que abrieran las puertas pasaron varias horas poéticas al lado de tu cadáver. Por fin la misa. ¡Qué solemnidad!
Más tarde, la flaca estaba allí contigo camino al cementerio. A su lado Clara Mónica, la otra negra, artista y amiga, con otra flor roja y caliente, por estar tanto en su mano.
Entonces no puedo olvidar a esa multitud que te decía adiós frente a tu féretro abierto. Tampoco puedo olvidar que hasta el final fuiste un negro amigo escandaloso. Ibas destapado por las calles y los curiosos vecinos de los balcones se encontraban de topetán con algo entre macabro y hermoso. Veían un ataúd con un negro solyluna adentro, y tras él, en un acto de amor infinito, una multitud que daba una palmada acompasada con pasos muy chiquiticos en homenaje a vos. No importaba si era una cuadra, dos, diez, quince... Cada paso estaba palmoteado.
Recuerdo que hasta mis brazos de cuento me dolían y ya no daban más por el cansancio. Eran muchas cuadras para palmotear. Pero sabía que sería por una sola vez. ¿Cómo no hacerlo? ¿Cómo no despedirte como te lo merecías? Si hubieras estado vivo lo hubieras hecho por algún otro amigo tuyo o amigo de la cultura. Aunque a decir verdad, por nadie más lo haría de nuevo. Es mucho esfuerzo, hasta para contarlo.
Recuerdo las damas gordas y canosas al salir a sus balcones. ¡Qué sorpresa que ese ruido extraño de palmas que se iba acercando como una ola despiadada y bulliciosa, fuera del compás de la muerte de un amigo!
A la flaca le parecía fascinante el espectáculo; digno de ti, lo dijo siempre. Y un gran velo de colores cobijó entre la multitud ríos de tambores, flautas, poetas y bailarines.
Y vos al frente, digno, recio, muerto, negro, lindo, claro, transparente y generoso como siempre te habíamos conocido. Por fin llegamos al cementario. Todos hacían fila para despedirte. Un beso, una flor, un adiós, un silencio. Yo me preguntaba...¿Me acerco? ¿Ya para qué? Lo lindo ya estaba dado. Adiós mi negro querido. Adiós mi teatrero admirado.
Contar esta historia es parte de una deuda que tengo contigo, dijo de nuevo el cuento, volviendo en sí después de haberse intro-extraviado.

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